El individuo, consciente de la existencia de la sociedad, desearía un Estado con la capacidad de defender la libertad como garantía de la expresión de su personalidad; un Estado que permitiera la convergencia y el respeto de las singularidades de cada uno de los individuos que lo integran.

El individuo, ese ser indiscutiblemente indivisible e identificable, mínimo elemento constituyente de la sociedad, tiene una aspiración inequívoca: disfrutar de la experiencia vital en la medida que él mismo decida ser quien es, o quien desee ser, relacionarse y desarrollar su personalidad.

No son pocos los peligros que se cruzan en su camino desde el mismo momento de su nacimiento, interponiéndose entre sus necesidades, objetivos y aspiraciones. Hasta en el hogar, su propia familia supone, en muchos casos, el primero de sus retos. Así, la insoportable necesidad de algunos padres de sentirse orgullosos de sus hijos limita y puede llegar a frenar el desarrollo de la personalidad de estos, que se enfrentan a sus progenitores, incluso de una manera agresiva y violenta, por el derecho a ser quienes son. De la misma manera, el ser humano adulto, como partícipe e integrante de una sociedad, y una nación, a menudo lucha por el mismo propósito que en su entorno familiar.

Desde el momento del nacimiento, las circunstancias familiares, económicas, sociales, culturales, políticas y religiosas, así como los mitos, costumbres y creencias, determinan el escenario en el que se desarrollará la vida de la persona, que reprimirá, en muchos casos, la evolución de la personalidad en beneficio de una identidad colectiva.

Podría decirse y, en efecto, así puede comprobarse, que la nación es, en gran medida, una extensión de la familia, pues actúa del mismo modo que muchos progenitores que piensan que sus hijos son una prolongación o continuidad de sí mismos, y temen sentirse avergonzados por sus actos como si fueran propios. ¿Dónde quedan entonces el individuo y sus sueños?

La humanidad y el individuo tienen la capacidad de evolucionar en múltiples aspectos. Actualmente, aún, las posibilidades de evolución de ambos dependen, irremediablemente y en primer lugar, de las coordenadas espaciotemporales y la evolución solo puede empezar en el momento de su existencia. La humanidad apareció hace millones de años y las sociedades que la integran no son uniformes en el progreso político ni cultural. Sin embargo, cada ser humano viene a la vida en un momento determinado, la especie existía mucho antes que él y gran parte de sus contemporáneos ya estaban hacía tiempo a su llegada… Por otro lado, presenta la singularidad de poder adelantar el desarrollo colectivo de su entorno. ¿Qué ocurre entonces en este caso?

El individuo, consciente de la existencia de la sociedad, desearía un Estado con la capacidad de defender la libertad como garantía de la expresión de su personalidad; un Estado que permitiera la convergencia y el respeto de las singularidades de cada uno de los individuos que lo integran.

Resulta difícil vislumbrar si existe una tendencia histórica, en el sentido social y político, que pueda determinar un desarrollo sincronizado, coherente y convergente de ambos entes, la persona y el Estado. Los dos parecen depender del progreso de la naturaleza racional humana que, por ende, es la que determina realmente la existencia de la historia de la humanidad.

La oposición a uno y otro se identifica por otros aspectos de la naturaleza humana: la ignorancia, la intolerancia, el egoísmo, la envidia, la codicia, la prepotencia, la inconsciencia, la brutalidad, el salvajismo y la crueldad.

Hoy, este Estado no existe como tal, pero puede crearse y, siendo esencialmente bueno, debe convertirse en realidad.

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