El individuo no tiene tiempo, su vida apenas se reduce a unas décadas, o ni siquiera eso. Siempre ha percibido en su interior el deseo de libertad como la vía necesaria para el desarrollo de su existencia y personalidad. El derecho a la libertad ha chocado con las fronteras que se le han impuesto tradicionalmente. Independientemente del entorno en el que ha crecido y de su condición social y política, este derecho ha sido irrenunciable y necesario conforme a su naturaleza.

¿Tiene alguien que luchar o morir por el reconocimiento de algo que le pertenece y que no es opinable? No, tan solo debe ponerlo en práctica. Hay quien piensa, desde una perspectiva favorable, lo contrario, pero está equivocado. No se cuenta con el tiempo suficiente para esperar una evolución en el entorno de la conciencia social o política, del desarrollo económico o de la derrota de la corrupción, el vicio y la degeneración de la clase gobernante. Pero sí se cuenta con entornos más favorables en el momento de vivir. La supuesta obligatoriedad de luchar por los derechos prueba, además, la existencia de una clase gobernante que oprime al individuo. Suyo es el deber de actuar o, al menos, de liberar a las personas bajo su gobierno. Suya es la obligación de respetar y posibilitar los derechos humanos. Porque cuando se vive hoy, no mañana ni dentro de unas décadas o de unos siglos, la espera incierta no es compatible con la brevedad de la vida. Por tanto, aquellos que juzgan desde una situación cómoda deben solidarizarse con el sufrimiento ajeno y dirigir sus exigencias hacia los gobernantes como verdaderos causantes y responsables del mismo.

Independientemente del momento, pasado, presente o futuro, el derecho a la libertad siempre está ahí, porque justifica la naturaleza de cualquier ser, descubierto por la razón como garantía de las aspiraciones del cuerpo y del alma.

Los derechos, para ser verdaderamente justos, deben ser comunes a la especie humana, es decir, universales; de no ser así, no pueden recibir tal categoría. La oposición a esta tesis solo es posible con la negación absoluta (no exite el derecho para nadie), porque cualquier solución intermedia es temporal, arbitraria e injusta, y tanto más difícil de dilucidar que cualquiera de las dos anteriores. Además, la negación resulta ridícula porque implicaría la paralización de la especie y la autodestrucción. Lo mismo ocurre con la existencia de las fronteras y las naciones: o tienen todos los humanos las mismas o no tienen ninguna, llegando a idénticas conclusiones en situaciones intermedias. La negación de al menos una nación común es irracional, insensato e impropio.

En el contexto histórico de evolución de la especie humana en el que se desconocía al extranjero, la designación generalizada de bárbaro para tales individuos y el miedo suscitado por ellos tenía cierto sentido, al menos como medida de precaución, por tanto, también lo tenían los conceptos de nación y frontera como sustento y protección de la comunidad. El conocimiento de los confines de la tierra y de las distintas comunidades trajo también la identificación de la condición humana, extensible y común a todas ellas. En esencia, el mismo ser, los mismos vicios, las mismas virtudes, las mismas preocupaciones y los mismos sueños. Distinto puede ser el desarrollo intelectual o tecnológico, pero la naturaleza es idéntica: seres inteligentes, sensibles, con dotes artísticas y deseos de trascendencia.

De haber sido el ser humano síncrono en la razón y la virtud, la guerra habría carecido de sentido, hubiera encontrado la posibilidad de establecer alianzas y compartir en lugar de luchar, las fronteras habrían dejado paso a límites administrativos y las naciones habrían seguido existiendo como asociaciones de individuos que comparten un origen común en recuerdo de sus antepasados, como representación del sentimiento de camaradería tribal, sin la necesidad de la identificación única con una tierra o región. Pero, lamentablemente, debido a sus defectos (el constante factor humano), esto no fue así y se mantuvieron las naciones bordeadas de estrictas fronteras. Independientemente de la condición política en la que el individuo nace, este es libre por naturaleza, por lo que las fronteras, como límites de este derecho, resultan ilegales por injustas.

Por otro lado, si las naciones se empeñan en existir por ser la representación de pueblos que comparten un determinado origen, idioma, tradiciones y costumbres, existe también la posibilidad de la reivindicación de la nación humana en representación del ser humano en su conjunto. Por este razonamiento, si las naciones son respetadas, necesariamente tiene que serlo también esta nación anterior, posterior y vinculada a todas ellas, así como debe respetarse la libertad de movimiento en cumplimiento de los derechos humanos.

El Estado universal reclama su derecho a existir en representación de la nación humana, de la libre adhesión de los miembros, cualquiera que sea su origen, y de la libertad de movimiento de estos por todo el territorio mundial, condición necesaria para el cumplimiento de los derechos humanos, en especial el de la libertad. Su inmediata institución es la única forma de hacerlos efectivos en todo momento.

El cautiverio o la exclusión de las naciones es incompatible con las condiciones temporales de la experiencia vital. Si no permiten el progreso individual, al menos que no obstaculicen la salida de las personas o, si le toleran, la entrada.

 

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