Hay veces que las letras de las canciones populares provienen de antiguas tradiciones y son adaptadas al momento actual, acoplándoles una melodía encajada. En otros casos, se escriben directamente sobre una melodía previa, intentando adaptar la letra a dicha melodía.

Como quiera que fuese el origen de El Tamborilero, controvertido en este caso, los estudiosos de espiritualidad suelen descubrir, en algunos casos, cómo las casualidades no han jugado en el resultado final de la composición.

Esto mismo debió ocurrirle a Alberto Terrer cuando me dejó un audio de Whatsapp el otro día advirtiéndome, entusiasmado como es él, y algo jocoso, del carácter iniciático de El Tamborilero. Si hubiera sido otro villancico no le habría hecho demasiado caso, pues no me suelen atraer ninguno de ellos. Salvo El Tamborilero.

Al comenzar a analizar mentalmente las breves claves que me dio Alberto, comprendí inmediatamente que el significado de su letra es profundo, y que enraíza en las tradiciones espirituales. Y que siempre me había pasado desapercibido pero, efectivamente, ahí estaba brillante y nítido.

“El camino que lleva a Belén, baja hasta el valle que la nieve cubrió”.

Por supuesto, el camino es el retorno, el despertar del sueño de ilusión, la liberación del diseño en el que estamos inmersos actuando la obra oscura que es la historia humana individual y universal, el larguísimo sendero de ascensión. Y Belén simboliza precisamente ese estado de consciencia absoluta de nuestra divinidad olvidada, la reunificación con Dios.

El camino baja desde Dios, que es consciente del sueño de su Hijo, y establece todo tipo de ayudas para que despierte. Y baja hasta el valle, hasta la profundidad del sueño, que es una pesadilla, que representa la oscuridad, es decir, la confusión, el frío alejamiento del Creador, el manto tenebroso que cubre nuestra consciencia.

“Los pastorcillos quieren ver a su Rey”.

El carácter de humanidad surge desde el primer momento en que la criatura animal tiene capacidad de manifestar el deseo de hacer la voluntad de Dios. Aún inconscientemente, el Hijo soñador desea reunirse de nuevo con su Padre Creador. No en vano, Jesús fue la representación del Padre, lo que es evidente aunque solamente sea observando el enorme poder atractivo de su personalidad, que deja una huella indeleble y definitiva en la Historia de la humanidad. Su nacimiento cada año evoca nuestra posibilidad de renacer en el espíritu, única forma de adquirir consciencia de lo que somos, única forma de retornar a Dios.

“Le traen regalos en su humilde zurrón.”

Para Dios el mayor regalo es su Hijo despierto. Así se puede ver en la parábola del hijo pródigo, en el que cuando sale el padre a recibir al hijo, al retornar este de su vida disoluta, mientras el hijo se deshace en disculpas y solicitud de perdón por haber dilapidado su herencia, el padre le abraza y le dice con lagrimas en los ojos: “Hijo mío, mi único tesoro eres tú”. El mayor regalo que puede y quiere recibir el Padre Creador es el despertar de su Hijo, su renacer en el espíritu, algo que hoy en día, en el que la ostentosidad de los regalos y celebraciones lo oculta, pasa tan desapercibido como un humilde zurrón. El mayor regalo (el deseo de ser como su Padre), se lleva depositado en la mente material del hijo, humilde en su confusión y condicionamiento, más con la idea clara de abrazar de nuevo al Padre.

“Yo quisiera poner a tu pies algún presente que te agrade Señor, mas Tú ya sabes que soy pobre también, y no poseo más que un viejo tambor.”

El “viejo tambor” simboliza el más importante regalo a ojos del Padre, totalmente opuesto a lo que el mundo considera un buen regalo, pues lo realmente importante es “el canto de amor” (contenido puro) de su “ronco acento” (burda forma de presentarlo, pero forma irrelevante para Dios). Aquí resurge la actitud del padre del hijo pródigo: “mi único tesoro es el canto de amor con ronco acento que produce tu viejo tambor”, es decir, su hijo renacido en el espíritu, lo que verdaderamente es su hijo, pues el padre sabe “quién es”, y todo lo demás que pudiera rodear al Hijo, salvo su deseo de ser como el Padre, no tiene importancia para este.

“¡En tu honor frente al portal tocaré con mi tambor!”

Es la declaración del hijo, que realiza al Padre, de su firme compromiso de cumplir su voluntad por encima de todo, el mayor tributo, reconocimiento y señal de adoración que se le puede hacer a Dios. Es el comienzo real del camino de ascensión al Padre.

“El camino que lleva a Belén yo voy marcando con mi viejo tambor: nada mejor hay que te pueda ofrecer, su ronco acento es un canto de amor”

El Hijo, ya renacido en el espíritu, ya consciente de su naturaleza, condición y meta, dedica su vida a recorrer el camino de retorno marcando el paso con un canto de amor, sabedor que es el máximo propósito que puede albergar en su vida.

“Cuando Dios me vio tocando ante Él, me sonrió.”

El final de un camino marcado por el mejor regalo que podría llevar a la orilla de la presencia divina, un “canto de amor”, perfeccionando cada vez más el “ronco acento”, transforma a un hijo irreal en el verdadero Hijo, ya al fin reconocido por el Padre, que sale a su encuentro, le sonríe, le abraza y le acoge en su seno de nuevo, como su mejor tesoro, su mejor regalo.

Finalmente, como apunte final, la melodía de El Tamborilero, desde el punto de vista musical, es una encantadora curiosidad, pues utiliza compases de “amalgama”, mezclando los tiempos binario y terciario, para poder parafrasear correctamente la letra con la música. Es decir, que el ritmo musical conlleva en sí la mejor combinación de Hijo (Binario) y Espíritu (Terciario), para llegar al Padre (Unitario).

Iván Rodríguez

Coautor del libro:

“Espiritualidad y biocentrismo: una nueva tierra para una nueva compasión”

Divulgador espiritual en Espacio Sutil

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