Jaime R. Duhart[1]

Introducción

El desafío derivado de la unificación física del planeta, como consecuencia de la revolución en el transporte y las comunicaciones, nos puede parecer desorbitante. Hasta este momento histórico sólo hemos conocido las experiencias y lealtades asociadas a tribus, culturas, clases y naciones, pero esta nueva realidad coloca ante nosotros el escenario para que comience una historia diferente: la historia planetaria de la humanidad como un solo pueblo. Esto necesariamente implicará un nuevo tipo de lealtades y un nuevo tipo de experiencias, pero carecemos de un lenguaje apropiado para poder percibirla y comenzar a escribirla.

Si seguimos a Max-Neef[2] más allá del campo del desarrollo económico, y aplicamos su análisis de coherencia-incoherencia al lenguaje ahora dominante en lo que las ciencias sociales nos pueden informar sobre los fenómenos de globalización y planetización de los asuntos humanos, comprobaremos que este lenguaje, al ser funcional a experiencias y lealtades relacionadas con estadios previos de organización social, se muestra bastante limitado como para permitirnos describir de una manera adecuada este estadio más amplio que el desafío histórico ahora nos exige, produciéndose variadas tensiones que ponen en peligro la preservación de la diversidad cultural ahora existente.

En Busca de un Lenguaje Apropiado

El lenguaje que nos domina está profundamente influenciado por la ciencia moderna, en particular la física clásica. Aunque los actuales cambios paradigmáticos en la ciencia provienen de aportes desde diversas disciplinas, la influencia de la física sigue siendo la más importante. Por lo tanto, es fundamental comprobar qué está sucediendo con la mecánica cuántica en relación al tema del lenguaje.

Los físicos cuánticos nos dicen que esta nueva forma de mirar la realidad física da cuenta de muchas observaciones que, desde la perspectiva clásica, son contradictorias: cuando estas observaciones son registradas mediante una determinada técnica, revelan la existencia de una partícula; cuando se cambia el instrumento de medición, se detecta una onda. Así, esta paradoja pone seriamente en duda la noción clásica de objetividad, vale decir, el supuesto de que las características de un objeto son independientes de la forma en que lo percibimos, noción que está estrechamente asociada a la idea de que es posible definir un método conceptualmente claro para llevar a cabo la investigación científica. Al respecto, Niels Bohr nos dice:

La insistencia positivista en la claridad conceptual es, por su puesto, algo que endorso completamente, pero su prohibición de cualquier discusión de los temas más amplios, simplemente porque carecemos de suficientes conceptos claros en este dominio, no me parece muy útil  – esta misma prohibición impediría nuestra comprensión de la teoría cuántica … La teoría cuántica nos propor­cio­na así una notable ilustración del hecho que podemos comprender íntegramente una conexión aunque sólo podamos hablar de ella en imágenes y parábolas. En este caso, las imágenes y parábolas son en su mayor parte los conceptos clásicos, i.e. ‘onda’ y ‘corpúsculo’. Ellas no describen completa­mente el mundo real y, además, en parte son com­ple­menta­rias y, por lo tanto, contradictorias. Por todo eso, como sólo podemos describir los fenóme­nos na­tu­rales con nuestro lenguaje cotidiano, podemos aspirar a comprender los hechos reales mediante estas imáge­nes … Nos vemos forzados a hablar en imágenes y parábolas que no expresan precisamente lo que queremos decir … las imágenes nos ayudan a acercarnos a los hechos reales. Su existencia nadie debe negar­la[3].

Es de esperar que, como ocurrió en su oportunidad con el lenguaje de la física clásica, esta nueva mirada llegue, tarde o temprano, a las ciencias sociales que se ocupan de la mundialización de los asuntos humanos. Recurriré, por lo tanto, a la metáfora para aproximarme a lo que he llamado el fenómeno de la planetización de la conciencia humana, y su relación con la diversidad cultural.

Breve Disgresión Sobre el Uso de Metáforas

Siguiendo a John S. Hatcher[4], podemos afirmar que la metáfora es una de entre varias figuras analógicas que funcionan de una manera similar: buscan poder comparar dos realidades esencialmente distintas. Las entidades comparadas pueden ser personas, situacio­nes, relaciones, abstrac­ciones o algo material, pero siempre hay una afirma­ción explícita o implícita de similitud entre estas entidades esencial­mente distintas.

He enfatizado “esencialmente distintas” porque ha sido un error común, en el uso de figuras analógicas, olvidar la distinción fundamental que siempre existe entre las dos entidades que se comparan, lo que ha llevado a desvirtuar el objetivo de comprender la realidad observada.

Sea la figura analógica utilizada una metáfora, una parábola, un símil, una alegoría, un símbolo o algún otro tipo de figura, ella siempre contendrá tres elementos básicos: el “tenor”, aquello que estamos tratando de comprender y describir; el “vehícu­lo”, aquello que estamos usando para ser comparado con el tenor; y el “significado”, aquella dimensión que surge como “similitud” entre el tenor y el vehículo.

Sea la figura analógica utilizada un símil de una sola palabra, o bien una elaborada y compleja metáfora, para que fun­cione y cumpla efectivamente su propósito debe darse un proceso que es de particular importancia. El lector o escucha debe sentirse inducido y motivado para pensar y usar su creatividad, porque es él el que, en última instancia, debe completar por sí mismo la parte final y más importante del proceso analógico: él es el responsable de determinar de qué manera el tenor y el vehículo son similares.

Si la metáfora es absolutamente obvia, entonces la mente puede ir directamente del tenor al significado sin necesidad de examinar el vehículo. Así, símiles como “tan frío como el hielo”, o “duro como una roca”, no requieren de un análisis mental del vehículo porque, en realidad, no hay resisten­cia y el proceso puede ser “by-paseado”. Se hace una descrip­ción, pero la figura utilizada no motiva la partici­pa­ción activa del lector o escucha.

El valor o función de un proceso analógico es inmenso, ya que nos presenta una manera útil de explicar algo que no nos es familiar en términos de lo familiar, y lo abstracto en términos de lo concreto. Además, posee la capacidad de comprimir un gran número de significados posibles en unas pocas palabras y, precisamente debido a que nos ofrece una variedad de significados posibles, nos permite construir descripciones expansivas de la nueva realidad a conocer, en lugar de comprensiones limitadas y restrictivas de ella.

Pero quizás la característica más importante del proceso analógico es la capacidad y habilidad que tiene para educarnos. Cuando nos sentimos motivados e inducidos a examinar el vehículo para poder comprender el tenor, estamos ejerciendo una de nuestras capacidades más importantes como seres humanos. En palabras de Louis Simpson:

La metáfora es un proceso de comparar e identificar una cosa con otra. Entonces, al ver qué cosas tienen en común, vemos el signifi­cado general que tienen. Ahora, la habilidad para ver la relación entre una cosa y la otra es casi una definición de inteligencia. Pensar en metáforas … es una herramienta de la inteligencia. Quizá es la más importante herramienta.[5]

Hacia una Comprensión de la Unidad en la Diversidad

Volviendo a nuestro tema propongo el símil cita­do en “Prosperi­dad Mundial”[6], donde leemos que “En una carta dirigida hace más de cien años a la reina Victoria y empleando una analogía que apunta al modelo más prometedor para la organización de la sociedad planeta­ria, Bahá’u’­lláh[7] compara al mundo con el cuerpo humano”.[8]

Este documento continúa elaborando en el sentido que, desde luego, la sociedad humana – el “tenor” – no se compone meramente de una masa de células diferenciadas como el cuerpo humano – el “vehículo” – sino que de asocia­ciones de personas con cada una de ellas dotadas de inteligen­cia y voluntad. No obstante, si queremos que la analogía funcione, debemos detenernos en el vehículo y ver de qué manera los modos de obrar caracterís­ticos de la biología pueden ilustrar principios fundamenta­les de la existencia no biológica.

He enfatizado “existencia no biológica” porque intentos anteriores que buscaron estable­cer analogías entre una cultura o sociedad, y un organismo biológi­co, como los de Spengler[9] y Toynbee[10] en este siglo, y el darwinismo social de Spencer[11] el siglo pasado, son bastante discu­ti­bles y poseedores de lo que se conoce como “defecto organi­cis­ta”. Pero esto fundamentalmente se debió a que estas descrip­cio­nes analógi­cas tendieron a fusionar el vehículo con el tenor, con el resultado que a este último se le atribuyeron crudamente las características del primero, como si en sí mismo fuese un organismo biológico.

Uno de los principios que esta analogía nos permite visuali­zar es el principio de la unidad en la diversi­dad. Si nos detenemos en el vehículo de esta figura, podemos observar que toda la integridad y complejidad del sistema que representa el cuerpo humano, con su ordenamiento de células y órganos vinculados entre sí, es lo que realmente permite que se manifiesten, de manera plena, todas las capacidades y características que cada uno de ellos posee de manera latente. Otra manera de describir lo que sucede, es que ninguno de estos elementos constitutivos del cuerpo humano que, por un lado, contribuyen al funcionamiento del mismo y, por el otro, disfrutan del bienestar del conjunto de ellos, puede experimentar una vida plena si se encuentra separado del cuerpo.

Si volvemos al “tenor” de la metáfora propuesta, apreciaremos que uno de sus “significados” posibles es que las “unidades” menores representadas por tribus, culturas, clases y naciones – que corresponden a las realidades sociales que hasta ahora hemos experimentado como especie – no han sido suficientes para desarrollar plenamente el potencial humano, con toda la diversidad que ello implica. Y que la capacidad inherente para lograr la plenitud humana, tanto individual como social, sólo se encontraría en el paso de la unidad física del planeta, ya lograda, a la unidad social planetaria de la especie.

Lo interesante de esta analogía es que al volver nuevamente al vehículo podemos apreciar que el bienestar físico que experimenta el cuerpo humano, como resultado de una vida plena y sana de todos sus elementos constitutivos unidos y coordinados entre sí, cumple el propósito de su evolución biológica al permitir que se manifieste una entidad que trasciende la existencia y naturaleza de su realidad física, vale decir, la conciencia humana.

Ampliando la dimensión del “significado”, podemos observar que lo que resulta verdadero en relación a la evolución de la vida biológica manifestada en la persona humana individual, encuentra también su correlato en la sociedad humana planetaria. Así, la especie a la que pertenecemos puede ser vista, en su conjunto, como representando la avanzada del proceso evolutivo biológico en el planeta. Aunque la conciencia humana deba necesariamente operar a través de una gran variedad y diversidad de mentes y motivaciones individuales, el principio de su unidad esencial no se ve menoscabado, ya que lo que es inherente a esa diversidad permite, en realidad, diferenciar dicha unidad de una uniformidad u homogeniedad.

Sobre este tema, Ervin Laszlo afirma que “un aspecto del desarrollo es vital para el futuro de la humanidad: el equilibrio entre unidad y diversidad … Nada puede crecer y desarrollarse  sin una medida tanto de unidad como de diversidad … Sin diversidad, las partes no podrían formar una entidad capaz de crecimiento, desarrollo, reproducción y creatividad. Sin integración, los diversos elementos no podrían armonizar en una estructura unitaria dinámica … Esta interrela­ción ilumina el problema de la condición humana contempo­ránea. Hoy día la diversidad de las sociedades está insuficiente­men­te correspon­dida por su unidad … El equilibrio entre unidad y diversidad no sólo debe ser comprendido; también debe ser adoptado en la prácti­ca”.[12]

Si bien es verdad que tenemos una gama de posibles futuros ante nosotros, “el desafío que hoy enfrenta­mos es el desafío de escoger nuestro destino. Nuestra generación, de todas las miles de generaciones antes de nosotros, está llamada a decidir el futuro de la vida en el planeta … lo que sea que hagamos o creará el marco para alcanzar una sociedad global pacífica y coopera­dora, que continúe así con la gran aventura de la vida, del espíritu y de la conciencia sobre la Tierra; o pondrá el escenario para que cese la actuación de la humanidad en este planeta.”[13]

Planetización de la Conciencia Humana: Nuevas Capacidades Sociales

El estudio de la evolución de la especie humana en el planeta nos indica que hubo un largo período de tiempo durante el cual la organización social humana fue bastante ruda y limitada; en ese entonces las condiciones de vida de nuestros antepasados eran muy similares a las que hoy observamos en el reino animal, cuyos integrantes no tienen una conciencia diferenciada de su entorno inmediato. Desde esta perspectiva podemos afirmar que la especie humana era una sola con la naturaleza. Luego, la historia ha visto el surgimiento gradual de formas progresivamente más complejas de organización social, pasando por la familia, la tribu, la raza, la ciudad-estado y, finalmente, el estado-nación.

Es interesante notar que la transición desde la tribu hacia formas mayores y más complejas de agrupación humana, parece haber sido gatillada por la manifestación de una capacidad social nueva: la habilidad para llevar a cabo relaciones individuo-grupo. Hasta entonces, en las formas tribales y pre-tribales de organización social correspondientes a un estadio evolutivo en el que el ser humano ya posee una conciencia de sí mismo diferenciada del entorno inmediato (primera expansión de conciencia), los sentidos de identidad, pertenencia y lealtad habían surgido de la experiencia personal que cada miembro vivía al interactuar directamente con cada uno de los integrantes del grupo, en una relación individuo-individuo.

Desde esta perspectiva, agrupaciones humanas mayores, como el estado-nación, fueron posibles porque los individuos desarrollaron la capacidad de interactuar y vincularse no sólo con otros individuos sino que también con grupos abstractos de individuos, gracias a una segunda expansión de conciencia que permitió la experiencia individuo-grupo y la consecuente ampliación de los sentidos de identidad, pertenencia y lealtad.

La planetización de los asuntos humanos ha llevado a muchos grupos e individuos a considerar la posibilidad que la humanidad esté ahora entrando en un nuevo estadio de evolución social. Por lo tanto, han iniciado un proceso consciente y deliberado de integración aún mayor vía una nueva síntesis basada tanto en las distinciones analíticas y críticas – experimentadas en el estadio de evolución social inmediatamente anterior –  como en las capacidades diferenciadas que de ese modo fueron desarrolladas, lo que estaría llevando a la manifestación de una conciencia-de-sí-mismo grupal, o colectiva.[14]

Si observamos lo que está sucediendo en la Unión Europea, podemos de alguna manera concluir que este fenómeno de integración mayor está aparentemente basado en la adquisición de una capacidad social adicional, que es la capacidad de relaciones e interacciones grupo-grupo. Se trataría, entonces, de una tercera expansión de conciencia humana que, al permitir relaciones armoniosas entre diversos grupos, pueblos y naciones – como tales – podría gradualmente llevarnos hacia un estadio de planetización de la conciencia humana, y sentidos aún más amplios de identidad, pertenencia y lealtad.

Dada la relación recíproca que existe entre individuo y sociedad, estos cambios ahora operando en los asuntos humanos ocurren internamente, en los niveles de la conciencia humana, y externamente, en las diversas formas de institucionalidad social, pero no se manifiestan ni al mismo tiempo, ni con la misma intensidad y visibilidad.

Desde esta perspectiva, los procesos globales que se han manifestado en primer lugar, con una mayor intensidad y visibilidad, serían los asociados a la lógica de las relaciones de dominación-subordinación característicos de la institucionalidad social del estadio de evolución humana inmediatamente anterior al que ahora podríamos entrar: el estado-nación. En otras palabras, la falta de una institucionalidad social supranacional, como respuesta a los desafíos de la planetización de los asuntos humanos, ha creado un vacío y una anarquía en las relaciones supranacionales que ha sido rápidamente llenado por los agentes económicos transnacionales y los estados-naciones más poderosos.

Considero que la falta de una manifestación más oportuna, visible e intensa de los procesos paralelos que, en este sentido, están ocurriendo en la conciencia humana se debe precisamente a esa tensión entre el desafío histórico que estamos enfrentando, y el lenguaje dominante en las ciencias sociales, lo que no permite la articulación de la institucionalidad social ahora requerida.

En este sentido, muchos consideran que los actuales problemas relaciona­dos con el medio ambiente, la ecología y la división y fragmenta­ción social, están arraiga­dos en una visión de mundo que surgió a comienzos del siglo diecisie­te, con los pioneros de la ciencia moderna. No obstante, y sin que esto implique ignorar los efectos negativos de dicha visión de mundo, la causa principal de estos problemas podría estar más estrechamente relacionada con la secularización del mundo occidental ocurrida en los siglos posteriores, como argumenta el Dr. Anjam Khurs­heed en uno de sus libros[15].

La Visión de Mundo de Descartes

Fritjof Capra y otros autores afirman que la división entre el sujeto humano, por un lado, y una naturaleza impersonal, por el otro, adquirió base filosófica en el trabajo de Descartes. Argumentan que este filósofo, al considerar al ser humano – excepto su alma – como algo meramente mecánico, dividió innecesaria­mente el universo entre la mente y el cuerpo. Capra cita a Descartes como diciendo que “el concepto de cuerpo no incluye nada que pertenezca a la mente, y el de mente nada que pertenezca al cuerpo”.[16]

Sin embargo, siguiendo al Dr. Khursheed cuyo pensamiento a partir de este punto expondré libremente sin necesidad de volverlo a citar, Descar­tes no propone la “doctrina primaria-secunda­ria” – que la mente humana es secundaria y las cualida­des matemáti­cas son primarias – que está tan notoriamente presente en el pensa­miento moderno. Lo que aparentemente sucedió, al ser más bien un “raciona­lista” – en el espíritu de Platón o Aristóte­les -, es que Descartes se concentró principalmente en el poder de la mente y su particular habilidad para descubrir las cualidades matemáti­cas de la naturale­za, pues veía muchas limitaciones en la recopilación de información meramente mediante los sentidos.

Como Descartes estaba embarcado en una búsqueda personal de lo que llamó la más fundamental de todas las verdades, mediante esta visión llegó a la conclusión de que el conocimiento estaba basado en dos verdades fundamentales de la experiencia humana. La primera de estas verdades era la primacía de la mente: “Pienso, luego existo”, ya que el proceso mismo de dudar de nuestro pensamiento inevitablemen­te nos involu­cra­ en el pensar. La segunda de estas verdades era el concepto de Dios. Descartes siempre enfatizaba que en la base de todo conocimiento humano estaba la guía de Dios, y que era esta guía la que permitía vincular la mente humana con el resto de la creación.

La conclusión de que existe una realidad mental completamente separada del resto del cosmos se derivaría, entonces, de una lectura secular del trabajo de Descartes, lectura que filtra el papel de Dios como agente unifica­dor. Como en la mente de Descartes el mundo de Dios actuaba como puente entre las mentes humanas y el resto del universo, su filosofía era en realidad de carácter esencial­mente triparti­ta, y no de naturaleza dualista como mucha veces se afirma.

A Descartes también se le acusa de haber propagado la filosofía del “reduc­cio­nis­mo”. Pero, aparentemente, él siempre entendió que las matemáti­cas eran sólo una parte de algo que él consideraba mucho más grande y trascendente. “Toda la filosofía es como un árbol”, escribió. “Las raíces son metafísicas, el tronco es la física, y las ramas son todas las demás ciencias”[17].

Desde esta perspectiva, Descartes no trató de explicar la sabiduría humana, representada por la metafísica, en términos de la física. Esto es algo que sería intentado, como veremos a continuación, en los siglos posteriores a él. Antes de expresar sus observaciones filosóficas en su libro “El Discurso del Método”, Descartes había escrito la siguiente máxima, expresada en términos de resolución: “conquistarme a mí-mismo en lugar de la fortuna, cambiar mis deseos en lugar del orden del mundo”.[18] Mal se le puede acusar, entonces, de reduccionista.

Todo lo anterior estaría sugiriendo que, en realidad, Descartes daba mayor importancia al auto-conocimiento humano que a la comprensión mecanicista de la naturaleza. Para él, los valores morales, que se derivaban de la naturaleza espiritual del ser humano y del propósito último de su existencia, eran primordiales, en tanto que el conocimiento científico ocupaba un lugar secundario. Desde luego que Descartes puso muchas esperanzas en la ciencia que estaba surgiendo, pero siempre consideró que ella era como un árbol enraizado en terreno metafísico, casi místico. En su pensamiento, por lo tanto, no existió la separación entre hechos y valores, y hubo un equilibrio entre ciencia y religión, equilibrio que hace tiempo ya no existe.

Secuencia Empiricismo Secular – Positivismo – Pensa­mien­to Moderno

Las primeras lecturas seculares del pensamiento de Descartes provienen del empiricismo secular, que surgió en el siglo dieciocho como la filosofía que llevó el método experimental, desarrollado por Newton, hacia campos fuera del dominio de la física. De hecho, su espíritu ha influenciado gran parte del pensamiento sobre la naturaleza del ser humano hasta el día de hoy.

Tenemos así los escritos de David Hume, filósofo e historia­dor escocés, captaron esta inclina­ción, como podemos apreciar en el subtítulo de su obra filosófi­ca “Tratado sobre la Naturaleza Humana”, que declaró un ambicioso objetivo que es todavía comparti­do por muchos pensadores contemporáneos: “Introdu­cir el Método Experimen­tal de la Razón en los Sujetos Morales”.

En su trabajo, David Hume modeló la mente humana como una corriente continua de impresio­nes sensoriales concebidas como “átomos”, distintos y separados, de conciencia: “cuando entro íntimamen­te en lo que llamo mí-mismo”, escribió Hume, “tropiezo siempre con alguna percepción particular o con otra, de calor o frío, de luz o sombra”[19].

Otro aspecto de la visión de Hume, que ha influenciado mucho en el pensamiento moderno, fue su escepticismo respecto a postular alguna teoría sobre algo que estuviese más allá de los llamados hechos “observables”. No se trató sólo de la primacía de los hechos, sino de que éstos deben ser “hechos crudos”, o sea, sin una racionalidad o algún propósito tras ellos, una de las ideas fuertes del pensamiento moderno.

Así, la filosofía de Hume, al estar basada en la prioridad de los sentidos, es la que instala el cisma entre razón y experien­cia, entre razón y fe, y entre hecho y valor. En la práctica, esto ha significado que la prioridad de los sentidos se ha convertido en la forma de vida del mundo contemporáneo, al tiempo que estos cismas han contribuido a instalar la dominación ideológica del empiri­cis­mo científico en la mente moderna.

En realidad, la influencia del pensamiento de Hume llegó hasta nuestros días a través de la filosofía del “positivismo”, término que acuñó el filósofo Auguste Comte (1798-1857), para quien el empiricismo estilo Hume era una genuina religión de la ciencia.

Para Comte, la historia del desarrollo humano tenía tres etapas: la teología, que consiste en la explicación de los sucesos históricos en términos de dioses y espíritus; la metafísica, que explica la naturaleza en términos de causas abstractas no observables; y la ciencia, que explica la naturaleza en términos de observaciones probadas por el método científico, y que es la etapa más iluminada del desarrollo humano. Esta etapa “positiva” del desarrollo humano correspondía, así, al desarrollo de la ciencia moderna. El énfasis de Comte en exclusividad de la investigación científica, como método último para distinguir la verdad de la falsedad, terminó por producir la abolición de la teología y la metafísica.

Pero la visión positivista, que tanto influye en los problemas contemporáneos, no ha sido capaz de solucionar las dificultades e inconsistencias que surgen cuando se propone un método lógico para la ciencia. No se puede seguir atribuyendo precisión – a un estilo de discurso filosófico -, cuando la precisión no existe; ni insistir en la prioridad de la observación empírica, sin tener en cuenta el contexto más amplio. Es preciso profundizar en la naturaleza del proceso de indagación humana.

El Poder de la Mente y la Búsqueda de un Sentido Universal

Si miramos más estrechamente el proceso de indagación científica, podremos apreciar que la insistencia filosófica que la ciencia tiene que ver principalmente con descubrir hechos impersonales, oculta un fenómeno muy conocido entre los mismos científicos.

De todas las infinitas observaciones posibles que un científico puede realizar, sólo unas pocas serán relevantes para la investigación en curso, pero no existe una manera “científica” que permita seleccionarlas. El científico debe llevar a cabo un acto creativo, basado en su conocimiento y experiencia previa, que no es sino un juicio personal y subjetivo que permite separar las observaciones relevantes de aquellas que no lo son.

Este acto subjetivo y creativo implica que los hechos observados, al estar continuamente siendo seleccionados, están también siendo interpretados por el científico, pero, nuevamente, no existe una manera “científica” de decidir cómo deben interpretarse los hechos. De ello se sigue que los hechos poseen inherentemente una carga teórica, tema central de la filosofía de la ciencia durante el siglo veinte.

Pero hay otro aspecto de la investigación científica, estudiado por el filósofo y científico Michael Polanyi, que comparativamente ha recibido menos atención. Este es expuesto en su libro “Ciencia, Fe y Sociedad”, publicado en 1946, y tiene que ver con el hecho que la ciencia está fundada en una comunidad de investigadores unidos por una fe común en obligaciones y creencias trascendentes.

Con esta reflexión sobre el papel de la fe, la verdad y el significado en la investigación científica, el argumento se centra en qué entendemos por objetividad, y si ésta tiene algo que ver con suspender las creencias sobre el significado del ser humano en el universo.

Sabemos que nuestra mente funciona dando saltos intuitivos desde un conjunto de categorías “particulares” a una categoría “universal”, habilidad reconocida como el fundamento de todo conocimiento. Este acto intuitivo y holístico, que convierte sensaciones finitas en una clase infinita, es un acto creativo que no puede producirse mediante operaciones mecánicas sobre dichas sensaciones, pues es de carácter irreducible.

También sabemos que las observaciones, por sí mismas, no constituyen la ciencia ni dicen nada significativo sobre la naturaleza del universo. Por lo tanto, siempre habrá un punto a partir del cual el científico, al concebir una teoría, tendrá que dar un salto de fe. Así, la fe y el razonamiento deductivo son como dos caras de una misma moneda: sin ciertas creencias básicas, ninguna cadena lógica deductiva puede ser usada; y sin cadenas de lógica no se puede sacar ninguna conclusión.

Esto que estamos llamando fe en la ciencia, es en verdad fe en la inteligibilidad de la naturaleza, o sea, creer que ella es susceptible de ser conocida por el ser humano; creer que es posible crear lenguajes que permiten este conocimiento. El actual cambio de paradigma en la ciencia es, en cierto modo, un cambio de lenguajes.

Teóricamente podemos dudar de la inteligibilidad de la naturale­za, ya que claramente no hay ninguna garantía que la ciencia descubre verdades genuinas sobre el universo. Pero la fe en esta inteligibilidad, en el sentido arriba descrito, imbuye de significado al cometido científi­co, aún cuando ninguna cantidad de descubrimientos pueda verificar estas creencias más allá de toda duda.

La Verdad y el Significado en la Indagación Humana

Para los seres humanos, la verdad es un concepto irreducible. Cualquier intento que la defina o la niegue inevitablemente deberá emplear alguna noción de verdad. Y sin la noción de verdad no puede haber error. La única manera de rechazar la noción de verdad, y su búsqueda, es no tener conciencia humana y responder sólo a los sentidos, pero en tal estado la adquisición de cualquier tipo de conocimien­to – científi­co, religioso, artístico – es imposible. El momento en que nos permitimos estar conscientes y pensar, aparece la noción de verdad, pues nuestra habilidad para razonar está fundada en la capacidad de distinguir la verdad de la falsedad.

La noción de verdad está íntimamente relacionada a lo que entende­mos por significado. No podemos imaginar algo que es verdad sin asociarle algún tipo de significado. Así como no podemos rechazar la noción de verdad, tampoco podemos negar el signifi­cado. Cualquier intento para definir o negar el significado inevita­blemente empleará alguna noción previa de significado.

De esta manera podemos concluir que los hechos objeto de la indagación científica, no son verdades objetivas independien­tes de un contenido de creencias, sino que descansan en creencias comparti­das al interior de la sociedad. No es hasta que un hecho lleva la estampa de propósitos y valores humanos, señales de saltos intuitivos de fe, que llega a ser útil para la ciencia. En su forma más esencial, la ciencia en realidad nos involucra en darle sentido a nuestra experiencia.

El Espíritu Secular en la Ciencia y la Religión

Desde esta perspectiva, el acto de fe en el campo de la ciencia cumple un papel similar al que cumple en el campo de la religión, y no sólosería un prerrequi­sito espiritual para mover montañas en la última, sino que también una pre-condición esencial para resolver los grandes problemas de la primera.

Además, si las proposi­cio­nes fundamen­ta­les de la física contempo­ránea sólo pueden ser transmiti­das en forma de “imágenes y parábo­las”, ello tie­ne mucho en común con la forma en que se transmiten las “verdades” en el ámbito de la religión.

Surge así la posibilidad de una comparación interesante entre dos formas de concebir la ciencia y dos formas de concebir la religión. La primera tiene que ver con el hacho que en el mismo espíritu que los empiri­cis­tas científicos enfatizan el papel primario de los sentidos, y lo que es medible y observable, los fundamenta­listas religiosos enfatizan la letra de las Escrituras, y algunos có­di­gos de práctica religiosa.

En esta misma línea de comparación, para los fundamentalistas religiosos el significado de las Escritu­ras surge como algo auto-evidente; para el positivista científico los hechos de la ciencia son considerados como una guía infalible hacia la verdad. Así como los fundamen­talistas religio­sos condenan los intentos que buscan signifi­cados más amplios en las Escrituras, los positivis­tas científicos rechazan los esfuerzos que van más allá de lo que revelan los hechos.

La prueba de verifica­ción de los positi­vis­tas, como medio para distinguir la ciencia de la no-ciencia, puede compararse con los artículos de fe que, para los fundamen­ta­lis­tas de muchas religiones, distinguen al creyente del no-creyente.

De iual manera, aplicar pruebas simples para distin­guir la verdad de la falsedad requiere de una mentalidad similar a la que hace distin­ciones blanco-o-negro entre el bien y el mal. La característica principal de este tipo de psicología no es lo que se cree, sino lo que se rechaza.

Este paralelo entre ciencia y religión es relevante a la luz de lo que en 1993 planteó el académico norte­americano Samuel Huntington, quien visualiza un futuro choque entre siete u ocho civilizaciones del mundo: occidental, confucia­na, japonesa, islámica, hindú, eslavo-ortodoxa, iberoamericana y, posiblemente, africana. Huntington afirma que la globalización trae consigo un proceso de trans-culturización que en cierto grado es acep­ta­ble o tolerable, pero que al penetrar en lo que represen­ta el núcleo irrenuncia­ble de cada una de estas culturas, léase la religión y las creencias, eventualmente producirá un choque de grandes proporciones.[20] De acuerdo a este autor, los actuales fundamentalismos religiosos serían una avanzada de este proceso.

El Lenguaje de los Mitos: Realidad Presente y Utopía

En este punto es intere­san­te mencionar el libro “El Tao de la Físi­ca”[21], de Fritjof Capra, donde se postula que la naturale­za del conocimen­to y el lenguaje con que este conocimien­to es expresado, son similares en la ciencia y en los mitos asociados a la experien­cia místico-religiosa oriental.

Capra considera que la firme base que tiene el conocimiento místico en la experien­cia personal sugiere un paralelo con la firme base que tiene el cono­ci­miento científi­co en la experimen­ta­ción. Este paralelo debe compren­derse en un sentido metafórico, pues la experien­cia mistica es de carácter esencialmente no sensorial (intuitivo), donde expresio­nes como ver, mirar y observar enfatizan el carácter empírico que sí tiene este tipo de conoci­mien­to.

En ambos casos las observaciones son interpre­tadas y las interpre­ta­ciones comunicadas mediante un lenguaje. En la física, las interpre­ta­ciones de los experimentos se llaman modelos o teorías; en el misticismo oriental, las afirmacio­nes de la experiencia mística son revestidas en la forma de mitos y la utilización de metáforas, símbolos, imágenes poéticas, símiles y alegorías.

Capra afirma que al igual que los místicos, los físicos cuánticos enfrentan una experien­cia no sensorial de la realidad y, como ellos, deben abordar los aspectos paradoja­les de esta experien­cia de una manera creativa. Es a partir de esta constata­ción que los modelos e imágenes de la física cuántica han llegado a ser análogos a los del misticismo oriental.

De los planteado por Huntington y Capra se sigue que como la experien­cia mística represen­ta lo esencial de cada religión, si esta última ha de contri­buir a la compren­sión del ­fe­nó­me­no de la planetización de la conciencia humana deberá necesa­riamente superar los fundamenta­lis­mos que la aquejan y liberar el poder metafórico-creativo de las enseñan­zas espiri­tua­les que constituyen su esencia y legado.

Pero el conjunto de principios que se emplea para fundamentar visiones de cambio, tanto en las ciencias sociales como en la religión, suele ser catalogado como una mera utopía, donde la palabra “utopía” es empleada en sentido crítico: lo que se describe como utópico, siguiendo a mi amigo Miguel Gil Santesteban[22], es sueño, quimera, cosa sin más fundamento que el suminis­trado por la imaginación o la voluntad, pero que no se corres­ponde ni guarda proporción con la realidad.

En esta misma línea de pensamiento, usar la palabra “utopía” en sentido crítico no es algo incorrec­to, siempre y cuando la utopía en cuestión sea ese tipo de “utopía”. Ocurre, sin embargo, que la realidad del presente puede muy bien ser en sí misma “utópica”, en el sentido negativo de la palabra, ya que es percibida y descrita mediante un lenguaje y modelo no coherente con el desafío históri­co y, por lo tanto, no conectado a la “realidad”, y que la supuesta utopía no sea sino que una realidad futura que tratamos de percibir y describir mediante un nuevo lenguaje, y que está en contra­dic­ción con la “utopía” presente.

De esta manera, la denuncia del creci­miento no sustentable, del consumis­mo como modelo económico generalizable, de la explota­ción salvaje de recursos escasos, de la exclusión social, y de la falta de solidari­dad, no pretende ser una denuncia de la realidad desnuda, sino que una denuncia precisamente de las condiciones de irreali­dad en que se desenvuelve la realidad presente, es decir, de su “utopía”, en el sentido negativo de la palabra.

A Manera de Conclusión

Como elabora Miguel Gil Santesteban, “la cualidad por la que algo que parecía imposible de lograr es incorporado al acervo común ha sido observada como un fenómeno característico de la evolución de las mentalidades.[23] Esta constatación obliga a su vez a identificar ciertos factores por lo general poco valorados en nuestras visiones contemporáneas, a saber: la voluntad o empeño colectivos como factor movilizador, y las discontinuidades – saltos cualitativos – propiciados por la renovación generacional y la creación de umbrales materiales y culturales de la conciencia. En otras palabras, no se llega a una situación nueva y mejor de un modo pasivo y meramente voluntarista, sino gracias a esfuerzos conscien­tes y titánicos a la vez.”

El proceso de secularización es muy antiguo e involucra una pérdida de la experiencia interior y su reemplazo por reglas y leyes externas, un estado psicológico y espiritual cuyos efectos, hemos visto, se observan tanto en la ciencia como en la religión.

Desde esta perspectiva, los actuales cambios paradigmáticos estarían apuntando hacia la posibilidad de una des-secularización del conoci­mien­to científico y religioso pues, como finaliza el Manifiesto antes mencionado, “la conciencia planetaria es saber y también sentir la interdependencia vital y la unicidad esencial de la humanidad, y la adopción consciente de la ética y el ethos que esto requiere. Su evolución es el nuevo imperativo para la superviven­cia humana en este planeta.” Yo agregaría que lo que todo esto implica es una revo­lu­ción cultural.


    [1]  Economista, Presidente de la Universidad Bolivariana de Chile; Representante de la Comunidad Internacional Bahá’í, Oficina de las Naciones Unidas, ante la Comisión Económi­ca para América Latina y el Caribe, CEPAL.

    [2]  En “Crecimiento o Desarrollo, un debate sobre la sustentabilidad de los modelos económicos”, Schatan ed., Santiago, Chile, 1991.

    [3]  W. Heisenberg, “Physics and Beyond”, Londres, George Allen and Unwin, 1971.

    [4]  “The Metaphorical Nature of Physical Reality”, Bahá’í Studies Vol. 3, Noviembre de 1977.

    [5]  “An Introduction to Poetry” (New York: St. Martin’s Place, 1967) p.6.

    [6]  Presentado por la Comunidad Internacional Bahá’í en la Cumbre Mundial para el Desarrollo Social, Copenhague, marzo de 1995. La Comunidad Internacional Bahá’í tiene estatus consultivo en el Consejo Económico y Social (ECOSOC), de las Naciones Unidas, y en UNICEF.

    [7]  Figura profética (1817-1892) fundadora de la Fe bahá’í, religión que cuenta con unos 6 millones de seguidores en 200 países y territo­rios independientes.

    [8]  Una metáfora similar es empleada por Ervin Laszlo, miembro del Club de Roma y Asesor Científico de Federico Mayor, Director General de la UNESCO, en la Introducción del libro “The Multicultural Planet”, informe de un Grupo Internacional de Expertos de la UNESCO, Oneworld Publications, Oxford, Inglaterra, 1993, y por el “Manifesto of the Spirit of Planetary Conciousness”, firmado por 21 personali­dades mundiales del ámbito científico y cultural, en octubre de 1996.

    [9]  Autor de “La Decadencia de Occidente”.

    [10]  Autor de “El Estudio de la Historia”.

    [11]  Herbert Spencer consideraba la evolución social como parte de un proceso más amplio de evolución biológica, sujeto a leyes similares a las de la supervivencia de los más aptos.

    [12]  Ver nota 8.

    [13]  Manifiesto citado en la Nota 8.

    [14]  Los reunidos en este Seminario serían un buen ejemplo.

    [15]  “The Universe Within, An Exploration of the Human Spirit”, Oneworld Publications, Oxford, Inglaterra, 1995.

    [16]  “El punto Crucial, ciencia, sociedad y cultura naciente”, Integral Editores, Barcelona, 1985.

    [17]  Citado en “The Universe Within”. Ver Nota 15.

    [18]  Citado en “The Universe Within”, ver Nota 15.

    [19]  Hume, D. “A Treatise of Human Nature”, Middlesex, Penguin Classics, 1984, p. 300.

    [20]  “El Conflicto entre Civilizaciones, próximo campo de batalla”, revista Foreign Affairs. La versión española fue publicada por ABC Cultural en Agosto de 1993. Hun­tington es director del Instituto Olin de Estudios Estratégicos de la Universidad de Harvard.

    [21]  “The Tao of Physics”, Bantam Books, New York, N,Y., 1980.

    [22]  “Hacia un Discurso Bahá’í: elementos para la reflexión”, Editorial Bahá’í de España, Barcelona, 1996.

    [23]  Cfr. Gastón Bouthoul, “Las Mentalidades”, Barcelona, Oikos-Tau, 1971.

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