Ya en la antigüedad existieron comunidades que extendieron su influencia a distancias que superaban con mucho el radio de acción que la tecnología del transporte y las comunicaciones de su tiempo les permitían, por tanto, la tendencia al establecimiento de un orden que administre grandes territorios siempre existió. La mayor o menor tolerancia sobre las libertades de los individuos, costumbres, ritos y creencias tras la conquista propiciaba tiempos de paz y florecimiento.

Pero, desde luego, el gobierno de comunidades mayores ha implicado necesariamente la extinción, reducción o fusión de las clases gobernantes de las sociedades originales. Es decir, esta posibilidad, a pesar de ser la puerta del establecimiento de la paz universal, choca contra el interés de las clases gobernantes de mantenerse y perpetuarse mediante métodos directos, crueles y represivos en muchos casos, o bien por otros más sutiles, pero igualmente conservadores.

Los gobernantes de las naciones necesitan, además, de un ejército para defenderse o expandirse, de tal forma que, como decía Kant en su obra de 1795 Sobre la paz perpetua:

«Los ejércitos permanentes son una incesante amenaza de guerra para los demás Estados, puesto que están siempre dispuestos y preparados para combatir. Los diferentes Estados se empeñan en superarse unos a otros en armamentos, que aumentan sin cesar. Y como, finalmente, los gastos ocasionados por el ejército permanente llegan a hacer la paz aún más intolerable que una guerra corta, acaban por ser ellos mismos la causa de agresiones, cuyo fin no es otro que librar al país de la pesadumbre de los gastos militares. Añádase a esto que tener gentes a sueldo para que mueran o maten parece que implica un uso del hombre como mera máquina en manos de otro —el Estado—; lo cual no se compadece bien con los derechos de la humanidad en nuestra propia persona.»

 

Por tanto, el mayor riesgo de guerra lo ha representado la propia existencia de las naciones, y habría desaparecido en caso de que se hubieran disuelto o sido sustituidas por un Estado universal, que aliviaría a la humanidad de una pesada carga, en favor de la resolución de los desafíos de desarrollo global a los que se ha enfrentado.

Además, hay que tener en cuenta que, desde el punto de vista de la degeneración de los humanos, la guerra puede ser tan solo un medio, incluso un pretexto, para obtener un beneficio material, que redunda, nuevamente, en la conservación de la clase gobernante. Es decir, un vil y cruel negocio.

En el siglo pasado, con unas condiciones tecnológicas muy favorables en cuanto al transporte y a las comunicaciones y con el pleno conocimiento de los límites, de la magnitud del planeta y de la semejanza del ser humano a pesar de su condición, se vivieron dos guerras, calificadas como mundiales, de consecuencias devastadoras; la segunda de ellas tuvo lugar a pesar de ser posterior a la creación de la Sociedad de las Naciones, organización internacional cuyo objetivo era preservar la paz. A esta le sucedió la Organización de las Naciones Unidas, creada después de la Segunda Guerra Mundial y aún vigente.

En cualquier caso, estas organizaciones no se ocupan realmente de los habitantes de las naciones, por mucho que incluyan esta palabra en su denominación. Podría decirse que lo que verdaderamente representan, como mucho, es la unidad de las clases gobernantes del mundo en el objetivo de preservar su legitimidad y existencia, es decir, sus intereses frente a los de los demás, cualquiera que sea su forma y situación. Además, ni son todas las que están, ni están todas las que son, porque algunos Estados contienen diversas naciones y algunas naciones están dispersas entre varios Estados.

Los Estados, en su forma actual, se han convertido en alojamientos involuntarios para personas, a las que ofrecen algunos servicios a cambio de su esfuerzo e, incluso, de su vida. En muchos casos, ni siquiera estas tienen el rango de ciudadanos, porque no tienen la opción de participar en la vida política o, aunque la tengan, no están en igualdad de condiciones.

Las naciones no son sujetos, a pesar de que los gobiernos se hayan apropiado de ellas y hablen en nombre de sus habitantes cuando ni siquiera cuentan con su consentimiento. No se puede hablar de gobiernos legítimos si no emanan de la ciudadanía y esta se extiende al total de la población. En el mejor de los casos, la representación de los ciudadanos se realiza a través de partidos políticos.

Pero los partidos políticos, en el gobierno o en la oposición y como parte de la clase gobernante, hacen de la necesidad de perpetuarse su principal objetivo, por lo tanto, la política degenera hacia aquello que favorece a su interés en particular. Si algo en su actuación beneficia al ciudadano es un mero efecto colateral de su principal interés. Eso suponiendo que alguna vez surgieran con alguno que no fuera el propio.

Los partidos políticos son, en muchos casos, resultado de la transformación o establecimiento de una nueva marca de una clase gobernante acuciada por las exigencias de la población, heredera de la generación precedente, con hermanos y primos que poseen, gestionan y controlan el capital, la industria, los medios de comunicación, el ejército, la policía, las instituciones religiosas y los jueces. ¿Qué oportunidad le puede dar un ciudadano corriente en esta situación a sus derechos políticos, cuando las opciones que se le ofrecen están amañadas previamente? Por otro lado, el esfuerzo para formar una nueva alternativa está tan en desventaja, obstaculizado, pobre y quebradizo cuando no se pertenece o cuenta con apoyos entre la clase gobernante, que es más útil descartarlo.

La Declaración Universal de Derechos Humanos, emanada de la organización Naciones Unidas, parece más bien, pasadas algunas décadas, un manual de buenas prácticas para los gobernantes con respecto a sus «criaturas», que deciden aplicarla en función de su interés, conveniencia o inevitable exigencia social, sin que exista un deber de asumirla y garantía para con las personas. Los gobiernos de los Estados miembros no se involucran demasiado en cómo cada cual trata a los suyos en su ámbito de actuación, con tal de que respeten el libre desempeño de su negocio, hacienda o granja.

Si tan siquiera cada uno de los Estados fuera una democracia real y efectiva, podría establecerse una federación universal y, al menos el individuo, en su legítima búsqueda de su felicidad, podría libremente cambiar de Estado conforme a sus necesidades y expectativas. Sin embargo, está resignado al alojamiento y a la casta que la arbitrariedad de la providencia le proporcionó. Y, así, algunos tienen la suerte de vivir en resort de lujo, otros en hoteles de diversa categoría, otros en hostales, cómodos pero austeros, otros en pensiones más o menos saludables y algunos en auténticos estercoleros inmundos a cielo abierto.

Por otro lado, actualmente, con las cartas sobre la mesa y conociendo al otro como le conocemos, identificar al extranjero como enemigo es un anacronismo interesado, pues sabemos que este se encuentra dentro de nosotros mismos cuando nos esforzamos en dañar a los demás, poseídos por nuestros propios defectos. El ser humano necesita de la protección de su seguridad como un derecho más que garantice su integridad física y su libertad, pero ante aquellos que intentan agredir a otros, no ante naciones.

Las personas tienen la capacidad de entenderse con el resto de su especie para poder compartir conjuntamente los recursos, en lugar de enfrentarse por ellos en guerras absurdas y crueles. Reclamar una tierra para uso exclusivo y excluyente de una comunidad resulta un acto hostil y violento hacia los demás, que tienen el mismo derecho a la vida. Las naciones, en su contexto histórico, deben abandonar las pretensiones de reclamar un territorio en favor de la solidaridad y la paz y, por supuesto, reivindicar el nacimiento de nuevas fronteras, actualmente, no puede ser considerado un derecho en absoluto porque atenta contra los derechos humanos. No puede existir un derecho que sea injusto o atente contra otros porque entonces no es tal.

El derecho de los pueblos debe ser equivalente al de cualquier otra asociación humana, voluntaria y ajena a la identificación biunívoca con un territorio. Un pueblo no puede tomar como rehenes a personas en contra de su voluntad, ni en nombre de la libertad someter la de otros como, por desgracia, ha ocurrido y ocurre ¿Qué pasará entonces cuando por catástrofes naturales o humanas esa tierra que reclaman quede baldía y estéril?, ¿aceptarán su destino y morirán en ella dignamente sin hacer ningún ruido o correrán a buscar ayuda más allá de su territorio?

Por lo tanto, la humanidad como entidad política, jurídica y administrativa, creada por el conjunto de las personas con el fin de preservar los derechos humanos y la paz universal no existe. Por eso debe ser creada. Hablar de sus objetivos resulta vacuo, ridículo y sin fundamento. El establecimiento del Estado universal implica la realización de ellos y supondría un avance sin precedentes en el desarrollo racional de la misma.

Lo contrario a esto significa la continuidad del largo peregrinaje de nuestra especie por el desierto, envuelto en luces y sombras, la continuidad del sufrimiento, la guerra, la muerte y la destrucción, los movimientos de fronteras y la extinción de pueblos hasta la desaparición de la humanidad, víctima de un armamento cada vez más letal y masivo o del agotamiento o la contaminación de los recursos naturales. Al tiempo, la población crece de manera exponencial, por lo que pronto llegaremos a un contexto de superpoblación y a superar los límites regenerativos de los recursos naturales.

Sabemos, además, por los precedentes de la historia y del género humano, que las clases gobernantes, en su afán de mantener su estatus, no tendrán reparos en valerse de nuevo y, asimismo, obtener beneficio, de una nueva guerra mundial que podría llevar a la destrucción de una gran parte de la humanidad y de la vida en el planeta.

Sabemos, igualmente, que un paso en favor de un avance de estas características requiere de una conciencia alejada del materialismo y el poder como valores supremos, y precisa de una conciencia profunda de voluntad y generosidad, que ya existe en cientos de millones de personas. El Estado universal tiene la capacidad de empezar a existir al ritmo al que actualmente interaccionan las personas para unirlas a todas.

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